La neurosis del fin de semana










La ansiedad con que se espera el fin de semana contrasta a menudo con la frustración sentida al ver que el ocio no ha dado de sí lo que se esperaba. Un estudio realizado por una psicóloga alemana sobre este fenómeno sugiere un remedio: no considerar ese tiempo como algo tan radicalmente distinto del resto de la semana. Resumimos sus conclusiones, a partir de la información publicada en el Kölner Gtadt-Unzeiger (17-XI-85).

Ya lo decía el viejo Goethe: "En el mundo se puede soportar todo excepto unos cuantos días de fiesta". Días de fiesta como, por ejemplo, un fin de semana anhelado, quizá incluso prolongado por una fiesta más y que, de hecho, acaba mal. Sin llegar a casos extremos, los síntomas pueden ir desde el aburrimiento hasta la depresión, pasando por el mal humor y la melancolía. Este malestar, denominado por la psicología neurosis del fin de semana, está extendido en países de elevado nivel cultural.

El difícil descanso
La psicóloga Gundi Dornbusch acaba de publicar un estudio sobre este fenómeno, en el que mantiene la siguiente tesis: "el fin de semana amenaza con convertirse en una ocupación que, si se busca con ahínco, consume enormemente las fuerzas; pues se presenta como un programa en contraste con la semana laboral y que, por lo tanto, hay que llevar a cabo." Dejar totalmente fuera de los días de fiesta los afanes de los días corrientes, querer convertir el fin de semana en una isla feliz donde son posibles todas las experiencias que la semana laboral escatima a los hombres, supone el riesgo de acabar en un chasco.
La profesora del Instituto de Psicología de la Universidad de Colonia, intenta aclarar por qué el descanso anímico es tan difícil de conseguir el domingo. ¿En qué nos equivocamos? ¿Tal vez esperamos demasiado de los días festivos, como si nos tuvieran reservado algo completamente distinto a los días laborables?

La psicóloga preguntó a gentes de muy distintas situaciones profesionales y familiares para sacar una idea de cómo organizaban su tiempo libre. Para ello elaboró distintos tipos de fines de semana, sin adscribirlos a un tipo de persona. Entre estas posibilidades se encuentran el fin de semana espontáneo, el fin de semana rico en experiencias, el fin de semana tradicional y el fin de semana de evasión del mundo laboral. Las cuatro formas tienen en común el empeño de ser totalmente distintos al día normal y corriente. Quien presienta ya algo funesto, debe saber de entrada que todos los tipos de fin de semana pueden acabar en una resaca, si se siguen al pie de la letra.

El abandono a lo espontáneo
El fin de semana espontáneo viene marcado por la idea de romper con la rigidez de los días normales, donde todo se desarrolla según un plan y un horario. Este abandono a lo espontáneo puede tomar el siguiente cariz: uno ve en la televisión la última película, no encuentra el momento de irse a la cama, disfruta la prometedora incertidumbre de lo que traerá el día siguiente, se levanta muy tarde y alarga interminablemente el desayuno. Con el prurito de no aceptar planes impuestos, rechaza cualquier sugerencia de hacer una excursión, sigue matando el tiempo (aún quedan muchas posibilidades), y así, poco a poco, la euforia de la noche anterior empieza a convertirse en desaliento.
Quien deseaba disfrutar de un tiempo libre y espontáneo acaba así en un callejón sin salida. Como todo tiene que acontecer casualmente, ni toma iniciativas ni se quiere comprometer con las que le sugieren. Por lo tanto, lo único que le queda es una vuelta a lo hogareño -hojear un libro, ordenar fotos, dormir la siesta, cambiar las flores de tiesto...-. La anhelada variedad de posibilidades del fin de semana desemboca así en ocupaciones cotidianas. Cuando se da cuenta de que ha perdido el tiempo, la desilusión se transforma en enojo. De nuevo la realidad ha quedado muy por detrás de lo imaginado. Las consecuencias son una soledad y un vacío que inquietan y consumen las fuerzas. De este modo, quien el viernes por la noche era un apasionado defensor del principio del placer, el lunes se siente molido y no está para nada.

En busca de acción
El desencanto acecha también ante un programa movido para el fin de semana, con la mayor parte de las citas ya fijadas el jueves. Especialmente las personas que pasan un día de diario aburrido y sin hechos notables, se encaprichan con un fin de semana rico en experiencias. Buscan una vida intensa, acción, reuniones, invitaciones, fiestas, atracciones... Se aspira a un constante estar en marcha, a algo completamente distinto, extraordinario.
Según la psicóloga, lo extraordinario es buscado siempre "por la misma gente y en los mismos lugares que parecen como de mucho ambiente", por ejemplo, en fiestas o en el casco viejo de la ciudad (tópico de una diversión segura). Con lo cual es muy probable que estos planes exprimidos al máximo den mucho menos de lo que cabría esperar.

La armonía de lo tradicional
¿Son más felices los partidarios del fin de semana tradicional? Estos son los que en los días de descanso buscan la armonía y la felicidad dentro de un marco estricto de ritos y reglas: poner el mantel del domingo, sacar del armario la vajilla de calidad, oír música clásica, visitar a la abuela... Se toman así la molestia de dar al fin de semana algo de realce en un marco bonito, haciendo con más esmero labores completamente normales.
Este tipo de fin de semana acaba el domingo a media tarde, con un aterrizaje progresivo en la vida cotidiana: se ordena la ropa, se contesta la correspondencia, los niños se preparan para la vuelta al colegio... y todo en el caso de que las cosas hayan salido bien. Pues incluso una situación aparentemente tan armónica tiene sus problemas. Si los distintos puntos del programa se van sucediendo de una manera muy ajustada, los interesados pueden sentirse atrapados. Hay que pagar el precio de respetar las reglas del juego en beneficio de la armonía. Cómo extrañarse de que, sobre todo las amas de casa, después de sentirse tan aprisionadas, sientan el deseo de cortar, de que se pongan nerviosas con motivo de las tertulias familiares que lentamente se convierten en cuchicheos.

Para olvidar todo
Este sentirse condicionado por los otros es un problema que se elude completamente en el fin de semana de evasión. Quien se abandona a él, se sumerge de la mañana a la noche en un hobby o en una ocupación que le hace olvidar todo: el pescador aficionado se aisla contra cualquier tipo de molestias; el amante del arte se pasa las horas muertas en una exposición; el pequeño jardinero se retira del mundo a su terrenito; el que tiene una casa de campo se va a su refugio directamente desde la oficina con el coche lleno hasta arriba. Todos quieren desconectar absolutamente y olvidarse.
Sin embargo, su cambio de escena está constantemente amenazado por el temor a que alguien les estropee el sueño de olvidar la realidad. "El fin de semana -opina Gundi Dornbusch- se separa de la vida cotidiana sólo por una fina película de vivencias y experiencias. El ímprobo esfuerzo por mantener alejada la otra cara, es decir, la realidad, se puede convertir precisamente por eso en lo contrario."

Difuminar las fronteras
La autora del estudio psicológico sobre la "neurosis del fin de semana" no expone una receta tipo para aprovechar con éxito el ocio. Sugiere que las frustraciones podrían suavizarse si no se pusieran unas expectativas demasiado elevadas en el fin de semana, como si fuera a ser algo totalmente distinto del día normal.

También el profesor Whilhelm Salber, en cuyo Instituto ha aparecido este trabajo de investigación, sugiere difuminar un poco la frontera entre los días normales y el fin de semana. Plantea si no sería conveniente, por un lado, "limitar las elevadas pretensiones del fin de semana", pues "es un engaño creerse que el domingo va ser todo distinto". Y, por otra parte, propone "llevar a cabo también durante los días de diario un poco de aquello que uno imagina como la auténtica vida, sin dejarlo todo para el fin de semana."

Biografía






No cojas la cuchara con la mano izquierda. 
No pongas los codos en la mesa. 
Dobla bien la servilleta. 
Eso, para empezar. 

Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece. 
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes? 
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero. 
Eso, para seguir. 

¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos? 
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio. 
Si sigues con esa chica te cerraremos las puertas. 
Eso, para vivir. 

No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto. 
No bebas. No fumes. No tosas. No respires. 
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los nos. 
Y descansar: morir.

Gabriel Celaya 


Ascensor







Marcan el décimo piso. Se desajusta la corbata. Se besan. Un vecino calvo entra en el quinto. Se ajusta la corbata. Esperan a que salga, disimulan.
Marcan el bajo. Se desajusta la corbata. La acaricia por debajo de la blusa. Se detienen en el tercero a recoger a una señora gorda. Se ajusta la corbata. Carraspean, hablan del tiempo.
Vuelven a subir al décimo. Definitivamente, se quita la corbata. Se buscan, se abrazan, se muerden, se derraman. Esta vez no entra nadie. Se separan sudorosos, se despiden. La corbata se la queda ella, de recuerdo. 
En el fondo siempre ha sido una sentimental.

María José Barrios - Cuentos mínimos

El escenario de la violencia: ciudades y espectáculos






El escritor Félix de Azúa, novelista y ensayista, reflexiona en este artículo sobre la violencia erigida en vicioso espectáculo, y sobre la violencia masiva y cotidiana que no se le considera tal pero que erosiona milímetro a milímetro la psique de las gentes. Publicado originalmente en la revista 'Barcelona Metrópolis' (abril, 1987). 




Uno de los fenómenos urbanos más significativos del último decenio es la aparición de un espectáculo de la violencia, convertido rápidamente en mercancía. Aunque actualmente afecte, sobre todo, a un cierto modelo cinematográfico americano, sus orígenes habría que buscarlos en los happenings de los años setenta. No es que las ciudades anteriores a mayo de 1968 fueran pacíficas, ni mucho menos, pero sólo muy recientemente esa violencia urbana y espectacular se ha convertido en valor de cambio y ha dejado de plantearse como un problema moral.

Desde principios de siglo (recordemos la célebre conferencia de G. Simmel, en 1903, titulada 'Las grandes ciudades y la vida intelectual') es un lugar común decir que las metrópolis son escenarios privatizados de la violencia. Para todos es evidente que en las grandes ciudades se produce un aumento descomunal de la agresividad, debido a la estrechez territorial y al bombardeo de emociones agresivas y violentas que recibe el ciudadano. Recordemos, sin embargo, que la justificación tradicional de la actividad violenta suele apoyarse en la fisiología del comportamiento y viene a argumentar lo siguiente: para la conservación de la vida (y de la especie), todos los animales, incluido el hombre, sufren crisis cíclicas de agresividad que impiden su extinción. [1] En consecuencia, las pulsiones agresivas no deben reprimirse, pues ello provocaría la paralización del sistema y su putrefacción a corto plazo. Sí deben, en cambio, canalizarse, con el fin de que no dañen al individuo mismo que trata de protegerse. Dado que en las ciudades no hay posibilidad de descarga que no traiga consigo un enorme peligro, por el hacinamiento y la complejidad tecnológica del medio, la canalización es imprescindible. De ese modo, una de las canalizaciones más habituales es la conocida por los etólogos como «agresión sobre un objeto de reemplazo». Imaginemos que un atemorizado e irritado conejo desea matar al zorro que le hace la vida imposible. Si lo intenta, el conejo será destruido, sin duda alguna; de manera que en lugar de agredir al zorro le pega una patada a un ratón. El chivo expiatorio y la víctima propiciatoria son objetos de reemplazo con una larga tradición urbana: las persecuciones y agresiones contra judíos, negros, árabes, gitanos o sudacas, permiten a los frustrados y agresivos ciudadanos emprenderla a golpes con minorías débiles y sin respuesta, en lugar de apalear a la propia familia; aunque, por lo general, también apalean a la propia familia. Volveremos sobre ello.

Una eficaz variante del objeto de reemplazo es el deporte, actividad típicamente urbana. La ritualización de los actos agresivos y el autocontrol permiten a los deportistas la simulación de una lucha, sin que necesariamente de ella se sigan desperfectos físicos o económicos. Es muy notable que, una vez convertido en un colosal negocio, el deporte ha generado lo que podríamos llamar "violencia de segunda generación". Las pandillas de espectadores que incendian, destruyen e incluso matan, no hacen sino manifestar su disgusto por la comercialización de la última válvula de escape que les quedaba. Así se cobran (con lo que destruyen) el dinero que les han cobrado a ellos. Si el espectáculo deportivo fuera gratuito, como la tragedia en Atenas, desaparecería la violencia.

El último objeto de reemplazo, entre muchos, que nos interesa subrayar es el nacionalismo o entusiasmo patriótico surgido por vía negativa, es decir, aquel que se estructura en torno a un "enemigo exterior" con el fin de canalizar la identificación con el "Jefe". Lorenz lo propone como una variante del «chivo expiatorio». La agresividad generada por la propia incapacidad o impotencia se desvía, así, hacia una lucha simbólica entre «nuestro Jefe» y «ellos». Los espectáculos de masas agresivas -mussolinianas, peronistas, franquistas, abertzales, etc.- tienen un escenario espléndido en las grandes avenidas y plazas urbanas. El apretujamiento, el estruendo, la música militar, los incontrolados, las banderas, la aparición del jefe, la iluminación dramática, son elementos de extraordinaria eficacia escenográfica. La sangre, aunque sea en pequeña cantidad, es imprescindible para que el montaje tenga éxito.

La violencia espectacular de la gran ciudad ha seducido, como es natural, a muchos intelectuales y artistas. El discurso en favor de la violencia suele fundarse en el hecho de que la violencia es imprescindible, no sólo para la destrucción, sino también para la construcción. Una sociedad no violenta, dicen, no sería pacífica, sino pasiva. Desde Hegel, la lucha por el reconocimiento admite como herramienta legal el uso de la violencia sobre un medio "inerte", "abúlico", "necio" o "pancista". El mito derechista de la mayoría silenciosa no es otra cosa que una excusa para manipular violentamente a unas muchedumbres a las que se considera egoístas, cobardes y acomodaticias. Sobre ellas y por motivos que se presentan como "idealistas", puede ejercerse toda clase de presiones, ya que esas muchedumbres sólo desean llenarse la panza y ver la televisión. La masificación y el anonimato urbanos son condiciones necesarias para este modelo de violencia masiva.

Sin embargo, la mayor parte de las explosiones de violencia urbana manifiestan justamente lo contrario de la «cobardía» o el «pancismo». Cuando en ocasiones la muchedumbre enfurecida se lanza a la calle con el fin de destruir, robar e incendiar (los casos típicos más recientes son los que se producen en los barrios de marginados), lo que se lleva a cabo es una consumición inútil de bienes inalcanzables. La destrucción de bienes (a poder ser por fuego), el gasto puro sin beneficio, es la descarga ritual de unos desposeídos a quienes se atormenta con la visión de bienes codiciables que no podrán adquirir en toda una vida de esclavitud y humillación. Resulta significativo observar que entre las llamas y los autobuses volcados, siempre hay grupos danzando.

Estas justificaciones de la violencia [2] suelen olvidar que la violencia real es invisible; carece de espectáculo. ¿Cuánta violencia fue necesaria para rebajar la jornada laboral de las 14 a las 8 horas diarias? ¿Cuánta violencia invisible ha sido utilizada para encerrar en manicomios, cárceles, asilos, reformatorios y cuarteles a todos aquellos que no coinciden con el modelo de ciudadano ideal diseñado por las élites industriales? Sus correlatos desde la izquierda, a saber, la revolución y el terrorismo, son miniaturas frente a esa violencia silenciosa e invisible. Todos los grupos terroristas del mundo unidos, jamás podrán sumar en un año el número de muertos que se producen en las carreteras europeas en un solo fin de semana.

¿Y por qué se considera, oficialmente, que el muerto de la autopista es diferente al muerto en atentado? La respuesta es de sentido común: porque el muerto de autopista se ha matado, en tanto que el otro ha sido asesinado. Pero esto es un sofisma. La verdadera diferencia estriba en que las sociedades industriales admiten el gasto en muertos inherente al uso del automóvil, pero no el gasto en muertos inherente a la chifladura política, religiosa o sexual. Así se acepta sin pestañear el sofisma siguiente: al muerto de autopista le ha matado su propia libertad de usar coche (como si tuviera alternativa real), y al de atentado lo ha matado la libertad ajena (como si el neurótico fuera "libre"). Este monumental enredo esconde una verdad espeluznante: hay muertes permitidas y muertes prohibidas; hay una violencia tolerada y otra utilizada como coartada para ocultar a la primera.

De este modo llegamos a la cuestión esencial: la gran ciudad es un gran escenario donde tiene lugar el espectáculo de la violencia, pero este espectáculo se rige por unas leyes que distinguen entre una violencia buena y otra mala. Y lo que es más grave: sólo se llama violencia a la violencia «mala»; a la violencia «buena» no se la llama violencia sino sacrificio. [3] Para la ideología ilustrada los miles de ciudadanos que salen el fin de semana a aplastarse en cualquier curva de autopista no son víctimas de ninguna violencia (técnica, económica o política), sino "el precio que hay que pagar" para vivir en una ciudad industrial y progresiva. A los muertos de fin de semana se les considera "sacrificados en el altar del progreso", es decir, muertos "por causas naturales".

En consecuencia, en este escaparate de la violencia que es la gran ciudad, podemos asistir a dos espectáculos: el de las víctimas y el de los sacrificados. [4] Ambos son visibles hasta extremos escandalosos, pero reciben diferente tratamiento. A los «sacrificados» no los ha agredido nadie: son un tributo que se cobra ese ente anónimo que se llama «progreso». Por ejemplo: ¿quién agrede diariamente a los habitantes de barrios como La Perona? ¿Qué patológica crueldad constructiva ha levantado la Avenida Icaria o la Zona Franca? ¿Cómo considerar «neutral» la visión de Bellvitge? Muchas chabolas están encaladas, ornamentadas con geranios, definidas con frágiles cercos de madera. ¿Por qué las naves industriales son una cochambre rodeada de basura? La usura del empresario que ni siquiera pinta la fachada de su almacén, ¿no es una agresión? La monstruosa presencia de medianeras, desnudas y abyectas como piezas de matadero, ¿no es una invitación al desprecio, a la dejadez, la chapuza o la abulia?

Más agresiva es todavía la violencia administrativa. Caminar por una calle que la especulación ha reducido a cero, sorteando postes eléctricos y telefónicos, buzones incrustados de cualquier modo, papeleras desproporcionadas a la acera, señales viarias obsoletas y toda suerte de objetos urbanos (por ejemplo, calle Bertrán, para no hablar de zonas degradadas), es una experiencia que debiera hacernos cavilar sobre la voluntad agresora de las grandes compañías financieras y en su carácter impune.

Estos elementos de invitación a la venganza personal (los asientos del transporte público son reventados precisamente cuando éste se detiene injustificadamente) son, sin embargo, anecdóticos comparados con la violencia masiva: envenenamientos producidos por el estancamiento de gases cada vez que nos ataca el anticiclón, emanaciones industriales que asfixian a los niños en las escuelas, enloquecedor estruendo de los escapes en motos, autobuses y camiones, desesperación inducida en los conductores por falta de espacio circulatorio o de aparcamiento... Estas violencias constantes son más traumáticas porque no se consideran 'violencia', sino 'el precio que hay que pagar' para vivir en la gran ciudad. Son violencias 'buenas', y por lo tanto no producen víctimas, sino 'sacrificados'. El problema es que los sacrificados descargan su enajenación mental del modo que pueden, y entonces ellos sí que son violentos 'malos'.
Los técnicos y administrativos urbanos se muestran absolutamente desesperanzados ante esta situación de tortura contra el ciudadano. Su impotencia, entonces, puede transformarse en cinismo y defender, consecuentemente, que la ciudad debe de ser así: una tortura 'moderna', un altar donde se sacrifican los infelices que desean vivir una vida contemporánea.

Frente a estos grandes espectáculos (invisibles) de violencia sacrificial, los espectáculos de violencia 'mala' son minúsculos, pero se ven agigantados por la opacidad de los anteriores. Así por ejemplo, la llamada 'inseguridad ciudadana' nunca se utiliza en referencia a los afectados por una emanación industrial o a las víctimas de la red viaria, pero es el gran espectáculo de la violencia visible. Los delincuentes ocupan el lugar de las ratas, cuya proliferación urbana es 'natural': se reproducen muy rápido, son nocturnos, ágiles, viven aislados u ocultos, atacan por sorpresa y desaparecen a gran velocidad. La luz los ahuyenta. Al igual que las ratas, los delincuentes roen el tejido de bienes: radiocasettes, cadenas de oro, relojes, dinero de bolsillo... Consecuentemente reciben un tratamiento analógico: deben ser exterminados con raticida, es decir, con medidas de ataque, ya que reinsertarlos es tan inútil como tratar de domesticar a una rata. Así pues, los rateros ocupan un lugar importante en el espacio informativo.

Las agresiones contra la propiedad -robos, atracos- ocupan, a su vez, el lugar visible de los 'negocios'. Una sola inmobiliaria fraudulenta produce más víctimas que la totalidad de los carteristas de Barcelona, pero la violencia de los atracadores es, para el Estado, la única realmente 'violenta'. En términos reales, nunca como ahora ha estado tan protegida y resguardada la propiedad privada de bienes, pero es ahora cuando el espectáculo de la violencia debe ocultar la expoliación gigantesca a la que se ve sometido el conjunto de la población por parte de un puñado de grupos legalizados. Las víctimas de un atraco son víctimas de la violencia; los expoliados por una quiebra fraudulenta son 'sacrificados por el progreso'.

Los delincuentes ocupan el lugar del chivo expiatorio, tal y como lo describe R. Girard. El procedimiento para crear un chivo expiatorio es el siguiente: dada la enorme dosis de agresividad que genera la gran ciudad sobre los individuos, éstos corren el peligro de dañar a personas próximas, en un momento de enajenación incontrolable: su mujer, sus hijos, los colegas del trabajo, el director de la fábrica, el jefe de personal, el policía del barrio... Se elige entonces una minoría débil, analfabeta y pobre. Se le aprietan las tuercas: no se le da trabajo, se le obliga a vivir en la basura, se le humilla, se le niegan sus derechos, se le aísla y se le califica, hasta que esa minoría estalla de ira y agrede, roba, viola o mata. Entonces se le encierra. Toda la agresividad invisible ha tomado forma en el chivo expiatorio y se ha hecho visible. Los medios de comunicación muestran la imagen visible de la violencia. La otra no tiene imagen.

No puede extrañarnos que los maleantes, sometidos a semejante presión, acaben todos en la drogadicción; es la única manera de seguir soportando su trabajo y cumpliendo el papel que se les ha adjudicado. Y, además, acortan la vida.
Lo más singular es que la violencia visible (la 'mala') suele ser redimida por los círculos artísticos. La proliferación de ornamentos humanos destinados a dar una bella apariencia de delincuente es, hoy en día, avasalladora. Las grupos juveniles adornados según etnias tribales (punk, heavy, mod, rocker y afines) son un homenaje a la delincuencia por parte de las capas sociales más inocentes y sensibles. Como los sacerdotes de las religiones orientales, los adolescentes viven, en seguridad y sin sobresaltos, el placer de participar de un ámbito sagrado que es el propio de las víctimas propiciatorias, es decir, de los delincuentes. Es un modo de expresar su admiración hacia esa minoría que ha sido elegida para que, mediante su destrucción, nos conservemos. Esta actividad artística -que afecta a amplias zonas de la oferta mercantil: galerías, premios, teatros...- podría ser calificada de 'delincuentosa', y contrasta poderosamente con la imagen de los años cincuenta, cuando los jóvenes deseaban parecerse, lo más posible, a un recluta muerto en Hiwo Jima o en Dunquerque.

Pero no hay que hacerse ilusiones: todas las manifestaciones artísticas delincuentosas sumadas, jamás le llegarán a la suela del zapato a una buena agresión simbólica institucional. Por ejemplo: todo aquel que descienda en la estación de Metro de la Avenida Tibidabo, se encontrará con un perfecto modelo de agresión invisible y silenciosa: un ascensor Otis, sin tripulante, que cierra sus puertas implacablemente y sin avisar, llevándose por delante a niños y ancianas. En varios años de funcionamiento, jamás he visto quejarse a nadie. La anciana empujada suelta un '¡Jesús, qué bestias!', sin que nadie acierte a decir de qué bestias se trata, y el niño deja escapar algo más contundente, siempre dentro del verbo sagrado. Y nada más. Los que se encuentran en el interior del ascensor suelen sonreír comprensivamente y dar cabezadas cargadas de razón. Los ciudadanos aceptan el trato fascista que imparte el ascensor Otis como 'el precio que hay que pagar' por vivir en la ciudad, utilizar un transporte público, y querer luego, encima, salir a la calle. Ninguna manifestación artística, por agresiva que sea, superará el valor artístico de este ascensor, extraordinario ejemplo del lugar que ocupa el usuario en la cabeza del ingeniero (no violento).

Muy pocos comprenden que esta acumulación de violencia invisible nunca es inocua. Hace ya muchos años que no vivimos en una ciudad dividida. La fascinante situación de Beirut es un ejemplo interesantísimo de lo que puede dar de sí una ciudad en descomposición. ¿Cómo será -porque es inevitable que sea- un enfrentamiento severo en Nueva York, en México DF, en Barcelona? Valdrá la pena estar vivo para verlo. Y luego, quizás no.



Notas:
1.
El prototipo ideológico es el premio Nobel K. Lorena por ejemplo: La agresión. Una historia natural del mal, 1968.
2. El clásico sigue siendo G. Sorel, Reflexiones sobre la violencia.
3. Una explicación magistral de esta ocultación puede leerse en R. Sánchez Ferlosio, Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado.
4. El tratamiento antropológico más sugestivo es el de R. Girard, La violencia y lo sagrado

La Dignidad



Los seres cuya existencia  no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, cuando se trata de seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por esto se les llama cosas. En cambio los seres racionales se les llama personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en si mismos, esto es, como algo que no puede ser usado como medio y, por tanto, limitan este sentido  todo capricho ( y es un objeto de respeto). Estos, no son pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia  es, en si misma, un fin, y un fin tal que en su lugar no puede darse ningún otro fin para el cual debieran servir de medios, porque sin esto no habría posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuera condicionado y, por lo tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio practico supremo. (….)

En el reino de los fines  todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. Aquello que tiene un precio  puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se encuentra por encima de todo precio  y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

Aquello que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio de mercado; aquello que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir  a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello  que constituye la condición para que luego sea un fin en si mismo, eso no tiene valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en si mismo; porque solo por ella es posible ser miembro legislador en el reino  de los fines. Así pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que pose dignidad.

Inmanuel Kant 

La mala reputación







La mala reputación - George Brassens

En mi pueblo sin pretensión 

Tengo mala reputación, 

Haga lo que haga es igual 

Todo lo consideran mal

Yo no pienso pues hacer ningún daño 

Queriendo vivir fuera del rebaño;

No, a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

No, a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe. 

Todos todos me miran mal 
Salvo los ciegos es natural.

Cuando la fiesta nacional 

Yo me quedo en la cama igual, 

Que la música militar 

Nunca me supo levantar.

En el mundo pues no hay mayor pecado 

Que el de no seguir al abanderado.

Y a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

Y a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

Todos me muestran con el dedo 
Salvo los mancos, quiero y no puedo.

Si en la calle corre un ladrón 

Y a la zaga va un ricachón 

Zancadilla doy al señor 

Y aplastado el perseguidor 

Eso sí que sí que será una lata 
Siempre tengo yo que meter la pata.

Y a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

Y a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

Todos tras de mí a correr 
Salvo los cojos, es de creer.

No hace falta saber latín 

Yo ya se cual será mi fin, 

En el pueblo se empieza a oir, 

Muerte, muerte al villano vil, 

Yo no pienso pues armar ningún lío 
Con que no va a Roma el camino mío,

No a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

No a la gente no gusta que 

Uno tenga su propia fe 

Todos vendrán a verme ahorcar, 
Salvo los ciegos, es natural.


La pasión amorosa






                                           Tú eras mi muerte:
                                          a ti te podía retener,
                         mientras todo se me escapaba
                                   
                                                     Paul Celan
                                                                                                                                        
                                                                                       


Esto es Venus para nosotros; 
de aquí viene el nombre del amor,
de aquí destiló primero en nuestro corazón 
aquella gota de dulzura de Venus
y vino después una fría inquietud.

Pues si está ausente lo que amas, 
sus imágenes, sin embargo, están presentes 
y su dulce nombre se aparece junto a tus oídos.

Mas conviene huir de esas imágenes y ahuyentar de
sí el alimento del amor, y dirigir el espíritu a otra parte 
y arrojar el humor acumulado sobre cualquier otro
cuerpo, sin reservarlo, atraído por el amor de una sola, 
conservando para sí una inquietud y una pena seguras.

La llaga, en efecto, se aviva y se fortalece al ser
alimentada y día a día crece el delirio y se hace más
pesada la aflicción, a no ser que disipes las primeras heridas 
con nuevos golpes y que las cures, aún frescas, 
vagando tras una Venus vagabunda
o bien puedes llevar a otra parte los movimientos de tu espíritu.

Mas no se priva del goce de Venus aquel que evita el
amor, sino que, antes bien, escoge las bondades que
no conllevan sufrimiento.  Pues ciertamente el placer de allí 
es más puro que para los enfermos de amor. 

En efecto, en el momento mismo de la posesión,
el ardor de los amantes fluctúa en vacilantes idas y
vueltas y no se sabe a ciencia cierta qué es lo primero
que ellos disfrutan con ojos y manos.

Lo que han tomado, lo aprietan estrechamente y 
causan dolor en el cuerpo, y a menudo clavan sus dientes
en los pequeños labios y estrellan sus bocas al besarse, 
porque su placer no es puro y hay aguijones secretos 
que los estimulan a hacer daño a eso mismo, sea lo que sea, 
de donde surgen aquellos gérmenes de frenesí.

Pero Venus quiebra ligeramente las penas en el amor
y un cariñoso placer, mezclado con aquellos, pone
freno a las mordeduras.

Pues en esto existe la esperanza de que, por obra del
mismo cuerpo donde se halla el origen del ardor,
también el fuego pueda extinguirse.

Pero la naturaleza se opone a que todo esto suceda de
la manera contraria; y ésta es la única cosa que, cuanto 
más tenemos de ella, tanto más se enardece el
corazón con el funesto deseo.

En efecto, el alimento y la bebida se asimilan al
interior de los miembros;
y ya que ellos pueden asentarse en partes determinadas, 
el deseo de agua y pan es fácilmente satisfecho.

Pero del rostro y la bella tez de un hombre nada es
dado al cuerpo para ser disfrutado, aparte de las tenues 
imágenes que su desdichada esperanza arrastra
hacia el viento.

Así como cuando en sueños el sediento busca beber y
no le es dado el líquido que puede apagar el ardor de
sus miembros, pero busca imágenes de agua y en vano 
se esfuerza y aun bebiendo en medio de un torrentoso río 
siente sed, así también en el amor.

Venus se burla de los amantes, por medio de las imágenes, 
y ellos no pueden saciar sus cuerpos, aunque contemplen 
el cuerpo amado frente a frente,
ni pueden con sus manos arrebatar algo de los tiernos
miembros al errar vacilantes por todo el cuerpo.

Al fin, cuando con los cuerpos unidos ellos disfrutan
de la flor de la edad, cuando ya el cuerpo presagia sus goces 
y Venus está a punto de sembrar los campos femeninos, 
ávidamente estrechan sus cuerpos y unen la saliva
de sus bocas y respiran profundamente apretando
los labios con sus dientes; pero todo es inútil, 
ya que no pueden arrebatar nada de allí 
ni tampoco penetrar o fundirse en un cuerpo 
con todo su cuerpo; pues a veces parecen querer 
y luchar por hacer eso: 
con tanta pasión se adhieren en las junturas de Venus,
hasta que los miembros se derriten abatidos por la
fuerza de su placer.

Por último, cuando el deseo reunido se expulsa fuera
de los nervios, se produce una pequeña pausa del
ardor violento por un instante.

Luego vuelve el mismo frenesí, retorna aquel delirio,
cuando ellos buscan encontrar qué es lo que desean
palpar junto a sí, pero no pueden encontrar el medio 
que venza ese mal: a tal punto vacilantes se consumen 
a causa de su secreta herida.


                   Lucrecio - De Rerum Natura (De la naturaleza de las cosas)

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