Fascismo






Podemos pensar lo que queramos del señor Thyssen, o de Krupp, o de Henry Ford. Pero habrá que admitir que estas personas saben defender sus negocios; ignoramos sus condiciones para la música o para la natación, pero nadie puede razonablemente poner en duda su habilidad comercial. Y bien: todas estas personas apoyaron al fascismo y hasta lo financiaron; lo que significa que, a pesar de los esplendorosos rótulos contra el capitalismo, veían en esta banda de forajidos una barrera contra el comunismo, una nueva y más sutil forma de aprovechar el descontento de las masas en favor de sus propios usufructuarios.
Mientras el nazismo no fue una amenaza contra algunos imperios, contó con el apoyo de banqueros y estadistas no alemanes. Es lícito, pues, sostener que, lejos de ser un movimiento anticapitalista, el fascismo se inició como la manifestación más brutal y cínica del régimen en bancarrota. 

El fascismo empleó un lenguaje anticapitalista y vociferó que luchaba contra los países plutócratas, como si no hubiera plutócratas en todas partes o como si el señor Thyssen fuera un profesor de esgrima o un ensayista. Desvió la esencia del problema, haciendo creer al pueblo que capitalismo y judaísmo eran la misma cosa y que, por lo tanto, matar judíos era una operación equivalente a suprimir la banca privada. Aprovechó la confusión vulgar de revolución con violencia, la reforzó e hizo olvidar que las más nítidas contrarrevoluciones han sido bárbaras y violentas (la represión de la Comuna, la represión del movimiento chino). 

No veo sobre qué base puede supònerse que Henry Ford haya dejado de ser antisemita y antisocialista. Y en tanto pesen en los Estados Unidos hombres como Ford subsistirán los peores peligros para el pueblo norteamericano, para el mundo entero y, en particular, para nuestros países -apéndices económicos. No veo tampoco de qué manera individuos como Ford han de favorecer una real democracia en nuestros países. 

Ernesto SabatoUno y el universo

El gato



Tal vez nos convirtamos en sirvientes de la Cibernética. Pero sentimos que siempre sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique más horas al ensueño que al sueño o al trabajo y que no tenga otro remedio para no perecer como ser humano que el de inventar y contar historias. También estamos seguros de que ese hipotético y futuro antisocial encontrará un público afectado por el mismo veneno que se reúna para rodearlo y escucharlo mentir. Y será imprescindible – lo vaticinamos con la seguridad de que nunca oiremos ser desmentidos – que ese supuesto sobreviviente preferirá hablar con la mayor claridad que le sea posible de la absurda aventura que significa el paso de la gente sobre la tierra. Y que evitará, también dentro de lo posible, mortificar a sus oyentes con liteartosis. Juan Carlos Onetti


Muchas cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier fábula que le fuera favorable.

De modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí, sobretodo– de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.
Yo llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia.
John era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca maldad.

Bebimos y hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.
Dejó su vaso sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y de resuelto perfil:

–Era francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estábamos prácticamente casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie. Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado, bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las semanas, aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Ibamos y volvíamos. Y mi deseo aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y más. Y cada más era era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre en descenso porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.

Sin dejar de ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry martini para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:

–Al gato lo bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos, en su pecho.

–Una noche en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto. La recibí, tomamos cocteles con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad matrimonial. Esto no hace reír pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi departamento. No te dije, porque no lo sé y tal vez no me importe, que la portera y semipatrona estaba encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin pausa. Algo de eso.

Entramos y encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una sonrisa que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de la gran cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo. Un gato que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear allí. Con las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió a cerrarlos. Hasta hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me adelante para acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que echara el gato inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando el suelo. Yo encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho feliz encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató de estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya vasta como prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto de la noche, hasta el cansancio de la madrugada pasaron como lo presentíamos y lo deseábamos.

Bebió de un trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se volvió para mirarme los ojos y dijo:

–Lo que explica para cualquier tipo inteligente porque desde entonces solo he tenido aventuras y me he propuesto que duren poco.

Juan Carlos Onetti    www.onetti.net

Razón poética





Hace años, en la guerra, sentí que no era una "Reforma de la Razón" lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. 

Razón poética...es lo que he venido buscando. Y ella no es como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes.
María Zambrano 

Poner el sol a referéndum







Podemos decir que hay dos tipos de acontecimientos, los que se repiten y los que no se repiten, y que cada uno de estos dos tipos se divide a su vez en otros dos: los que tenemos que esperar y los que podemos provocar. 

Pondré algunos ejemplos para que se me entienda. Un acontecimiento que se repite, pero que tenemos que esperar, es la primavera (raramente se espera el invierno) y, en general, todos los fenómenos naturales: desde el paso de un cometa, con sus largos plazos cósmicos, hasta el crepúsculo y el amanecer, que se repiten todos los días sin que podamos hacer nada, sin embargo, para anticipar o retrasar su hora. Cuando la cultura imita a la naturaleza o marca con solemnidad sus ritmos y estaciones, tenemos esos otros acontecimientos repetidos e involuntarios a los que damos el nombre de fiestas: la Navidad o el Carnaval o el 1º de Mayo, que forman parte del calendario a igual título que los solsticios y los equinoccios. 

Tenemos luego los acontecimientos que ocurren una sola vez. Aquellos que no podemos provocar y que ni siquiera podemos esperar son los que dependen del azar y que, cuando son favorables, llamamos “milagros”: el milagro, por ejemplo, de la reciprocidad amorosa o el de un premio de lotería o incluso el de una gran victoria deportiva. O el de esa cara que no volveremos a ver -o ese bosque rojo iluminado por la primera luz del día y que se deshace a nuestras espaldas como un pedacito de hielo- y que nos salva de un mal pensamiento o de una decisión irreparable. Por otra parte, los que no se repiten y son, sin embargo, obra nuestra son como imitaciones voluntarias del “milagro”, tentativas individuales de adueñarse del azar inscribiéndolo también en el calendario: una boda, por ejemplo, o un viaje o una hazaña deportiva (o esos records absurdos que recoge el Libro Guinness, patética y casi enternecedora ilusión de irrepetibilidad voluntaria). La máxima expresión de “milagro negativo” es la muerte, que nos está ya esperando y que nadie espera, acontecimiento que ocurre una sola vez y que, cuando es voluntario, parece querer suprimir, junto a la vida, su propio acontecimiento. El suicidio es irrepetible y trabajoso: el trabajo de destruir al mismo tiempo el objeto y al trabajador. 

Y están finalmente los acontecimientos repetidos y que no hace falta esperar: los que son repetibles a voluntad. ¿Cuáles son? Los que contradicen o vencen la naturaleza: los técnicos o tecnológicos. Las máquinas sirven, sobre todo, sí, para abolir la espera, lo que sin duda es bueno cuando se trata, por ejemplo, de construir una casa o de fabricar mantas y vacunas, pero no tanto si hay que gestar un niño o escribir un poema. La imagen más pura y precisa de esta “repetición voluntaria” es, en efecto, la fábrica, en la que un juego de palancas y pulsadores, manejados por la voluntad, producen una y otra vez, de manera potencialmente ilimitada, el mismo objeto. Pero la tecnología, en condiciones de mercado capitalista, ha ido mucho más allá y ha reducido e incluso suprimido los acontecimientos naturales y el compás mismo de las estaciones. Ya no tenemos que esperar la temporada de la alcachofa o del tomate porque en cualquier momento -con aviones o mediante invernaderos- podemos llevarlos hasta nuestra mesa. Ya no tenemos que esperar el amanecer, porque hay millones de fotos y vídeos que nos lo repiten en ese horizonte estrecho -demasiado cercano- que llamamos “pantalla”. Ni siquiera tenemos que esperar el momento siempre azaroso, emocionante y hasta peligroso, en el que una vecina o un vecino se desnudan en la ventana de enfrente: esa ventana está en todo momento al alcance de un clic del ordenador. 

Digamos que no hay más que un verdadero acontecimiento y lo llamamos “belleza”. O digamos, aún mejor, que sólo hay verdadero acontecimiento en la belleza y que bello es precisamente lo inesperado o lo que se hace esperar -porque hay siempre algo inesperado en que vuelve a ocurrir lo mismo tras una larga espera: la fruta y el beso. Bella es la independencia del mundo. Por eso, la tecnología, tan necesaria para repetir las condiciones mismas de la vida material, no puede introducir voluntad mecanizada, al menos en el marco del consumo capitalista, sin atentar también contra la independencia del mundo, reduciendo con ello cada vez más el campo de los acontecimientos o convirtiendo -más radicalmente- los acontecimientos en no-acontecimientos. La alcachofa, por ejemplo, ya no es un acontecimiento. El tomate no es un acontecimiento. Tampoco el crepúsculo. Tampoco el cuerpo. El acceso tecnológico al mundo, que queda ahora fuera de la experiencia, como un puro residuo previo, destruye recursos para la supervivencia y destruye la propia naturaleza, pero además destruye la independencia misma del mundo, los fértiles tiempos de espera en los que germinan los acontecimientos. 

Esta doble agresión, natural y cultural, se resume muy bien en una noticia reciente, parcialmente falsa, según la cual “el gobierno chino retransmite el amanecer en pantallas gigantes a causa de la contaminación de Beijing”. La noticia es falsa porque no es una iniciativa del gobierno chino. Pero es sólo parcialmente falsa porque lo cierto es que la contaminación asfixiante de Beijing no permite ya ver la salida del sol; y porque una organización ambiental ha instalado una pantalla gigante para retransmitir el acontecimiento, residuo de un mundo anterior en el que el amanecer se repetía, al margen de la voluntad, a la vista de todos los seres humanos. La contaminación, resultado de la agresión productiva y tecnológica contra las condiciones materiales de la vida, obliga además a convertir el acontecimiento del amanecer en un no-acontecimiento tecnológico. Se retransmite. Se repite a voluntad. Y la pantalla es ahora el horizonte en el que los chinos ven la salida del sol. Podría salir diez veces. Podría salir de noche. Aún más, podría desaparecer el sol -si no fuese condición de supervivencia- y los chinos seguirían viéndolo salir en Beijing tantas veces como decidiese el gobierno o una empresa de publicidad. La solución tecnológica a la contaminación tecnológica ha suprimido el acontecimiento del amanecer, que ahora es sólo otro producto de fábrica o, si se prefiere, una mercancía más.

Es un indicio, un modelo. El mercado debilita la independencia del mundo y además desprestigia su belleza. ¿A quién le importa el amanecer? Si el sol fuera prescindible, si hubiera un dios creador y si pusiera a referendum su existencia (la del sol), mucho me temo que muchos consumidores elegirían la pantalla gigante. ¿Cómo decirlo? Entre el sol y el amanecer, elegirían sin duda el amanecer. Con mando a distancia y “me gusta” en facebook.

La Calle de Enmedio - Santiago Alba Rico


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